Una muerte heroica

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Estoy tumbado en el suelo. La boca me sabe a sangre y sudor. El peso de la armadura, otrora ligera, es un yunque que aplasta mi cuerpo, y hasta el maldito aire hace del martillo que lo golpea. 

Por el ojo izquierdo apenas puedo ver, hay sangre donde debería haber claridad. Por el derecho le veo a él. 

Alto, hercúleo. Una furia cubierta de un pelaje tan negro como la noche testigo de mi derrota. Sus piernas son musculosas, sostienen un torso ancho como el tronco de un roble anciano y sus brazos llegan hasta las rodillas, donde las garras rozan el suelo. 

Ya no me mira. Me da la espalda. Ya no soy rival. Soy vencido. Su historia sobrescribe la mía. Soy el pergamino en la chimenea. Tan solo ceniza. 

Pero también la veo a ella. Mi pequeña a la que no pude proteger. Mira al monstruo que derrotó a su padre a garras y dentelladas. Los ojos de Mara admiran el pelaje del lobisome vestido con mi sangre, aunque por el temblor de sus pupilas, se centran en los colmillos rojizos. 

He de protegerla. Debo hacerlo. Si me horroriza pensar en el inminente final de mi pequeña, es que aún queda sangre que latir. Sigo con vida; poco, pero sigo.  Me yergo y me apoyo sobre mis antebrazos. La armadura cruje. Siento bajo la palma de mis manos las aristas del guardamanos de mi acero. Solo tengo una oportunidad. 

He de calcularlo bien. No habrá segundo intento. Agarro con fuerza la espada y planeo mis siguientes movimientos. 

Primero me levantaré y haré gala de lo que me queda de espíritu para alcanzar el yelmo que me arrancó de un zarpazo. 

Eso será fácil. En cuanto lo agarre, se lo lanzaré. Eso le obligará a cubrirse, así sea por acto reflejo. 

Aprovecharé entonces para atacar el rostro. No espero alcanzarle, pero si obligarle apartar la vista. 

Con el impulso del tajo viraré y me pondré a su espalda. Un sencillo juego de pies. No puedo arriesgarme a recibir un golpe frontal. No tengo fuerzas ni para desviar su acometida con mi hoja. Me partiría la muñeca. Sería mi fin. 

Si consigo situarme podre sajar uno de los talones. No necesito un corte profundo, solo tambalear a la bestia. 

Entonces contratacará. Lo tengo claro. Deberé esquivar. Sus brazos son largos, ineficaces a distanciar cortas. Aprovecharé para placarle y lo haré caer sobre la pierna herida. 

Postrado, el monstruo redoblará su furia. Desprotegerá su cuello. Ahí clavaré mi acero. 

Quedaremos tan cerca cómo los labios de dos amantes. Él solo podrá abrazarme para partirme la espalda. Empujaré la hoja con mi boca si hace falta. La bestia me despedazará, pero ¿y qué importa? Salvaré a Mara. Su padre será un recuerdo heroico. 

Y el último punto: Mara vivirá una buena vida. Olvidará mi desatino de atajar por el bosque de noche para llegar al pueblo. Tan solo recordará como di mi vida por ella. Mis enseñanzas se convertirán en dogmas. Elegirá a un buen hombre, porque yo la enseñé bien. Mi sacrificio no se borrará de la historia. Se anexionará a la de mi pequeña, creando algo nuevo. 

Cuando recuerde a su padre, Mara olvidará mis bajezas y debilidades, cómo despedir al conductor del carromato para abaratar un viaje que se me antojaba seguro, o la vez que la golpee con el dorso de la mano por decir que malgasté la fortuna de madre. No. Recordará este momento, y cómo la enseñé a ser una buena dama. Seré una estrella en la letanía que jamás dejará de brillar.

Mi cadáver y el de la bestia quedarán abrazados, listos para que un escultor cree la estatua que descanse en la plaza del pueblo, y donde los bardos cantarán mi hazaña a los niños que se acerquen a escuchar. 

Tal vez entre ellos estén mis nietos, los hijos de Mara. Dos buenos niños varones de buena salud, buen intelecto, que acometan en el futuro grandes hazañas, inspiradas por la leyenda de su abuelo.

Quizás…

No hay tiempo que perder. Es hora de poner mi plan en práctica. 

Me levanto y corro. 

La pérdida de sangre no amilana mi espíritu, pero sí mi cuerpo. Me fallan las piernas. Tropiezo con el yelmo. Trastabillo hasta que caigo. Ruedo sobre mí mismo y choco contra la criatura. 

Se gira y me mira. Su hocico se arruga cuando me muestra los colmillos. Se abalanza sobre mí. 

Lo último que veo es a Mara, paralizada por el horror. No podrá escapar. 

Alguien sopla sobre la chimenea. El polvo de mi historia se esparce y desaparece. 

¿Por qué los planes nunca me salen bien?