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Prisionero

Desde el interior, aquel ser sin rostro se revolcaba.  

A veces golpeaba las paredes blandas y carnosas de su jaula, y aquello consternaba al dueño de su prisión. El prisionero cavilaba sobre los antiguos pecados que le llevaban a cargar con tal martirio en el presente. Él, que fue un conquistador en otra época, que puso a aliados y enemigos de rodillas ante su presencia. Su nombre fue un reclamo de guerra, y sonaba antes de que los ríos se tiñeran de sangre; ríos donde las viudas y los huérfanos limpiarían sus ropas. 

Vio morir a camaradas y, cada vez que la luz en los ojos de un ser querido se apagaba, pudo desencadenar su rabia. 

Violó a decenas de mujeres por amamantar a traidores. 

Arrasó aldeas por sus hermanos caídos. 

Degolló a hombres, mujeres y niños por un ideal. 

El romanticismo solo era contexto de sus horribles hazañas. La libertad, la hermandad, e incluso la victoria o la derrota, solo fueron escusas para él, y para quienes le siguieron. 

«Estoy en el infierno» 

Aquello lo tenía claro.  

Flotando en aquellas paredes viscosas, el prisionero había visto su poderoso porte físico deconstruido a un amasijo de carne; ciego y sordo. La oscuridad lo envolvía y sus brazos y piernas eran ahora apenas tumores inarticulados. No quedaba ni placer ni dolor. Solo su consciencia. Un amargo recordatorio de lo que una vez fue, y ahora era. 

El prisionero lloró, impotente. Y su llanto, si sonó, el no pudo escucharlo. 

Quería morir. Pero ya había muerto. Degollado por unos confabuladores mientras dormía en su tienda de campaña, descansando para la siguiente batalla. Recordaba que lo agarraron de brazos y muñecas. Lo amordazaron. Le llamaron loco, y acto seguido una daga le abrió una sonrisa bajo la barbilla. Aquel metal le mordió con frío, y al frío le sobrevino el calor de su sangre. Trató de respirar, y sus pulmones se hinchieron del rojo líquido. Trató de gritar, y burbujas explotaron en su cuello al hacerlo.  

Sus atacantes debieron creer que semejante castigo; una muerte rápida; era demasiado misericorde, con lo que hendieron dagas y puñales sobre el resto de su cuerpo. La primera fue en el bajo vientre, y el doloroso espasmo al sajarle las tripas casi le devolvió el ímpetu. La última de todas las que le siguieron, acabó sobre su ojo izquierdo, y partió el cráneo bajo la ceja, trasportándole a la oscuridad en la que se encontraba ahora. 

¿Cuánto tiempo había pasado? A ciegas y sordas, sin dolor ni placer, conceptos como minutos, horas y días se salieron de su rango cognitivo. Solo sabía que el tiempo se convirtió en reflexión, la reflexión en humillación, y la humillación en odio. Sus cadenas eran un tubo carnoso que se adhería a su vientre.  

A veces olvidaba quien era, y que hacía ahí. Entonces la rabia le devolvía la mirada, aunque él no pudiera verla, y le contaba que del poderoso guerrero ya no quedaba nada. 

En esos momentos lloraba, y ni sus lágrimas notaba correr por las mejillas. Lloraba por la vergüenza, la derrota, y el desalmado Dios que pudo crear a un Diablo capaz de inventar semejante tortura.  

No había nada más duro que la nada. Solo consigo mismo, en un vacío cósmico donde el recuerdo era peor que el puñal que lo llevó ahí.  

Cada vez era más difícil recordar, y llegado el momento, él mismo se fundiría con el olvido. Ya no habría cuerpo, y pronto dejaría de existir la mente.   

Se revolvió de nuevo, y golpeó con sus protuberancias las cavidades de su jaula. 

—Creo que ha dado una patadita. 

Dijo la cárcel mientras se abrazaba la barriga ante la vida que crecía en su interior; aunque el no pudo oírla.