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Penitente

Según me contaron, devoré a un hermano en el útero antes de nacer. De no haberlo hecho, seriamos tres. Al final fuimos dos. Ahora solo es uno.  

Dos era un buen número. Por eso a mi Madre nunca le importó. Padre decía que no habría podido alimentar más bocas; que mi hermano mayor y yo hacíamos en total unos sesenta y cuatro dientes. Demasiados. Muchos. 

 

* * * 

Eduardo terminó de escribir y contó las palabras. Lo hizo con el dedo índice, mientras le daba otra calada al cigarro que sostenía con la mano contraria. 66 palabras. Como la división le agradaba, sonrió, y lo dejó tal cual.  

La luz de una vela iluminaba aquel caserón olvidado. Olvidado por todos menos por él, claro. La casa era ahora una cumbre ruinosa: tabiques agrietados, ventanas rotas, y techos hundidos. Para él, sin embargo, la finca de su familia constituía un simbolismo servil. Aquella extraña carta, a medio caballo entre una confesión y una nota de suicidio, requería de todo el dramatismo que el contexto pudiera brindarle.  

En la penumbra del salón de la planta baja, la noche añadía su teatralidad a la aclaratoria de su penitencia. Había grapado a la pared cinco retratos que había enumerado en orden póstumo. Aquellos rostros también estarían en comisaría de todo el país, clavados en un tablón de personas desaparecidas. Pero los suyos habían sido recortados de los carnets de identidad de sus dueños.  

Sopesó, bajo la luz de la vela, cuales serían sus próximas palabras. Dio caladas de dos en dos, puntualizando su discurso mental, y admiró desde la ventana el jardín trasero.  

La luna bañaba con aura de plata lo que antes fue un huerto, y ahora era eran un caos de tierra removida. Cinco túmulos mal enterrados, paralelos los unos de los otros. La pala clavada al fondo constituía un punto final a la obra comprendida en cinco vidas, y una exclamación que terminaría con la suya.  

Seis tumbas, de la cual faltaba una por excavar.  

También vio el pozo, pero no pudo aguantarle la mirada.  

Volvió al papel.  

Agarró el lápiz y continuó escribiendo.  

   * * * 

Adrián siempre fue un buen hermano.  

Me sacaba veintiséis meses de ventaja cuando yo salí berreando de Madre. Su antigüedad lo convirtió en mi protector. Siempre pisaba el suelo antes que yo. Yo correspondí esa protección con negligencia. Su dádiva se transmutó en un cajón de madera, las lágrimas de mis Padres y mi motivo de penitencia; siete años después de nacer yo.  

Siete es un mal número. Nueve tampoco es mejor. Por entonces vivíamos en la finca de la abuela, donde hoy escribo estas palabras.  

Recuerdo que jugábamos en el patio, mientras los mayores dormían la siesta.  

* * * 

Eduardo terminó su prosa. La dejó reposar mientras planeaba las siguientes palabras. Para entonces su cigarro se encontraba consumido. 

Un ruido detrás de él acaparó su atención.  

Giró la cabeza con cuidado, temiendo lo que pudiera encontrar. Justo en la penumbra de la puerta que accedía a la cocina, divisó un rostro que le observaba.  

Era difícil verlo.  

La oscuridad formaba unas facciones que no deberían estar allí. La tiniebla esculpía los contornos. El pelo de la mujer era largo, soterraba su rostro hasta los hombros. Se encontraba desnuda, pues la negrura había moldeado en su cuerpo los pechos fríos que descansaban bajo el huerto.  

El retrato número 4 de su collage.  

No se movía, aún no. Pero si el espectro había tenido la suficiente fuerza como para emitir un sonido significaba que algo andaba mal. Aún no había escrito todo lo que quería.   

Aterrado volvió a contar. 109 palabras. Mala cosa. Sintió el escozor mental que le había acompañado toda su vida, y no lo calmó hasta que añadió tres más. 112 era mejor. Divisible entre 2 unas 56 veces.   

Eduardo volvió a mirar a la cocina, y el espectro ya no estaba ahí. La casa volvía a estar a solas para él.  

Decidió seguir escribiendo mientras la vela se lo permitiera. 

* * * 

Era verano. El jardín era un tumulto de calor y hierba seca. Las flores de Madre apenas eran tallos desnudos.  

El huerto era lo único que aún se mantenía hermoso, más por la dedicación humana, que por el clima. Recuerdo que aquel día era especialmente caluroso, aguantando la solana sin una misera brisa que nos acariciara. Propiciaba un temporal que ameritaba a los locos, donde las sombras que producían los olivos adquirían más valor que el oro.  

Aquello nos hizo expeditivos, y decidimos jugar en el pozo, desoyendo avisos y advertencias. A día de hoy no sé de quien fue la idea; de Adrian o mía. Y eso es parte del tormento que cargo.  

* * * 

El llanto que escuchó del piso de arriba le heló la sangre.  

No hizo falta ver al espectro para saber que se trataba del número 5. Aquel joven había llorado, pidiendo clemencia, antes de que le arrebataran su futuro a golpes de martillo. Cada impacto quebró proyectos, ambiciones y huesos por igual. Eduardo no había disfrutado con ello. Aquello solo lo hizo por satisfacer antiguos pecados, opacándolos con nuevos.  

El lamento ahondó en cada esquina de la casa como una brisa gélida.  

En la cocina, la número 4 volvía a enturbiarle con su desnudez.  

Eduardo casi olvidó como respirar. Su corazón era un motor desbocado. Aquellos espectros ahora le atormentaban, pero aún no había terminado de escribir.  

Aún no, no he terminado —imploró.  

La número 4 no respondió. El llanto no cesó.  

Contó las palabras. Añadió una más. 

Silencio. 

La paridad trajo armonía. Trajo calma.  

Unos minutos… Solo necesitaba unos minutos más.  

* * * 

El pozo era una estructura solemne. Rocas aglomeradas alrededor de un túnel tan oscuro que parecía infinito. Sin embargo, el ambiente que surgía de aquella boca era fresco, como una promesa en la que chapotear y escapar del calor. Arriba el listón aguardaba las poleas que Padre utilizaba para bajar el cubo, y nos pareció un acceso seguro al interior.  

Como siempre, Adrián sería el primero: mi protector.  

Delimitó la expedición como el explorador de un destacamento. Fue él quien trepó la cornisa y se agarró a la cuerda. Me pidió que aguantara del otro extremo para descender con cautela. 

—Vamos, Edu, bájame —El eco de su voz rebotaba por las cavidades del monstruo que devoraría a mi hermano.  

Yo no podía verle, pues con mi estatura apenas llegaba a la cornisa sin un empellón. Pero seguí sus indicaciones. Cedí distancia de la cuerda, y con ella, la voz de mi hermano se fue apagando. 

—¡El agua está cerca! ¡Voy a saltar!  

Entonces noté que la cuerda dejaba de oponer resistencia. Caí de bruces, y junto al sonido del chapoteo, se escuchó otra cosa: un alarido que me desgarró el alma.  

* * * 

Eduardo no pudo evitar dejar de escribir y lanzar una mirada al Pozo.  

Para su inquietud, desde la ventana pudo a ver los números 2 y 3.  

Aquel matrimonio habían muerto juntos, y era justo que le atormentaran de igual. Ambos ocupaban el mismo espacio. Las facciones de ella se fusionaban con las de él. Levitaban cerca del huerto y señalaban la pala.  

Se volvió hacia su carta. Aquello era un recordatorio del poco tiempo que le quedaba.  

* * * 

De lo que en verdad ocurrió me enteré más tarde.  

Adrián midió mal la profundidad del agua y al caer se torció un tobillo.  

En aquel momento yo solo era un niño asustado por el llanto que surgía de aquel agujero. Dejé caer la cuerda, esperando que mi hermano se agarra a ella. Entonces me pareció escuchar un «tira», que debió ser un «espera» transmutado por el eco.  

Me llevé la cuerda al hombro, y tiré. Sentí la oposición al otro lado, así que redoblé mis esfuerzos.  

Creí hacerlo bien, pues su llanto pareció calmarse. Empujé con todo mi cuerpo. Se laceraron mis manos. Mis pies resbalaban por la tierra. Entonces el rostro de mi hermano apreció sobre la cornisa del pozo, pero su expresión era adusta. Sus ojos óvalos blancos circundados por la piel, amoratada bajo el pelo empapado. La cuerda constituía un funesto collar. Debajo de ella, el resto de él se mecía siguiendo una música silenciosa.  

Mis manos perdieron fuerza. Solté, y lo que cayó fue el cristal que constituía mi cordura.  

De mi incompetencia, maté a mi hermano. De la tristeza, murió mi Madre.  

Dos éramos, y ya solo quedaba uno.  

Un número malo, imposible, que atraía el dolor.  

Mi padre escapó mientras pudo. Yo me quedé en manos de un Gobierno cuyos psiquiatras no sabían siquiera como… 

* * * 

No terminó su escrito. 

Cuando aquellas manos heladas le agarraron por el hombro y lo tiraron de la silla, apenas pudo gritar por la impresión. Tumbado, solo atinó a suplicar:  

¡No he terminado! ¡Aún no he explicado porqué lo hice!  

La número 4 se mantuvo impasible. Le agarró por los tobillos y tiró con violencia.  

Arrastrado se agarró a la mesa, y solo consiguió tumbarla.  

Asustado se asió a una loseta suelta, y allí se dejó las uñas del índice y del corazón.  

El espectro lo sacó de la casa y lo llevó al huerto. El llanto del número 5 se escuchaba tras las ventanas de la segunda planta. Los números 2 y 3 señalaban la pala y sus caras atravesadas lo miraban con odio.  

«Cumple tu promesa» la voz que surgió del pozo no era una voz. Violentas salpicaduras formando fonemas. 

Eduardo se levantó, con la cara sucia, y temblando de terror. Agarró la pala y comenzó a llorar. 

Cavó. Lo hizo en empujones pares, y paralelo al resto de los túmulos. Sus lágrimas resbalaban sobre el mango y se perdían en la tierra. Excavó hasta que los espectros estuvieron conformes, y aunque todo era parte de su propio plan, no sintió satisfecha su penitencia. 

Tampoco lo hizo el dolor cuando aquellos inmutables recuerdos lo desollaron con sus propias manos.  

La flagelación no le trajo luz o paz, como siempre había supuesto que haría. 

Cuando lo enterraron, mientras agonizaba, la tierra se filtró por las heridas. Luego le tapó los ojos. Tosiendo barro, trató de gritar: 

—¡Aún no he terminado! ¡Nadie sabrá porque hice lo que hice! 

Los espectros no se inmutaron. No se apiadaron. Solo el pozo respondió: 

«A nadie le importará»