El Habitual

Relato Corto: El habitual. Terror. 

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Fede admira al joven desde la penumbra de su propio local. Es un mal tugurio, y el nuevo alumbrado de la ciudad no llega al interior de la taberna. Ahí siguen siendo importantes las velas, donde el sol apenas se filtra por las sucias ventanas.

El joven que acaba de entrar busca trabajo. Servir cervezas y vino a cambio de un jornal. Dar de beber para poder comer. A Fede le hace falta un empleado. Las nuevas ordenanzas de Madrid obligan a los ciudadanos a descubrir su rostro, pero en la taberna a nadie le importa. Demasiado oscuro. Demasiados borrachos. Poco molestan los ojos y las cicatrices de lo que vieron cuando huele a meado de rata, y puedes lavarte la sangre de las manos con cerveza o vino.

Aún con todo, a Fede le sorprende. El joven parece capaz. Apuesto y expeditivo. No parece enfermo, aunque sí algo sucio. La sonrisa conserva todos los dientes, los visibles al menos. A Fede le vienen bien un par de manos extras para atender a los parroquianos, pero le sabe mal no advertirle:

—¿Por qué querrías trabajar en este sitio?

El joven no responde de inmediato. Parece tan obvio que cavila, y tropieza cuando responde.

—Para cobrar, señor.

Fede niega con la cabeza.

—No me refiero a trabajar en una taberna. Me refiero a esta taberna. Este lugar está maldito.

Eso hace sonreír al joven, que mira en rededor. No hay poca gente precisamente. Algunos borrachos discuten. Otros beben en silencio sin querer que les molesten. Luego vuelve a centrar su vista sobre Fede, y su sonrisa se apaga al vislumbrar la seriedad del patrón.

—¿Maldito, señor? El local parece lleno. Cualquiera diría que algo va mal.

—El local siempre está hasta las trancas. Trabajo no falta. Y ese es parte del problema.

«¿Sabes cuantas personas entran aquí a lo largo del día? Desde que el ministro decretó que los ciudadanos deben mostrar su rostro en público, no son pocos los que han encontrado aquí un refugio. Algunos vienen de paso, otros se habitúan a la mala cerveza. Cada día puedo ver más de cuatro caras nuevas, y tres de ellas no volverán a pisar mi taberna.

Pero tenemos un habitual que nos congela el alma. Nunca porta el mismo rostro, ni siquiera la misma voz. A veces es un viejo que llora por que la tuberculosis se llevó a su nieto. Otras es un labriego que quiere gastarse su jornada. Pero no son la misma persona. Cambia de cuerpo, pero no puede hacerlo en sus ojos. Hay algo en su mirada que te hace verte a ti mismo. Y lo que reflejan el negro de sus pupilas te traspasa como una lanza.

Por tu expresión crees que me he vuelto loco. Cuando mi esposa me lo dijo, al principio yo también creí que deliraba. Pero escucha:

Fue mi Carmen quien lo descubrió. Me contó ver a dos personas y ambas producían la misma aprensión. Engaña a tus ojos, pero no a tu mente. Sabes que algo está mal, pero no sabes el que. Y lo tienes delante, contándote una vida falsa, expresando sus miserias.

A mi santa esposa se le presentó como mujer. Le contó que trabajaba de lavandera en cierta dirección, y Carmen se pasó solo para comprobar que dicho negocio no existía. En otra ocasión fue un joven de buena planta que decía ser el criado de un noble. Los mismos ojos negros. Incluso trató de pagar su cerveza con un escudo, lo que es una auténtica chifladura. Carmen no quiso aceptar la moneda. Estaba asustada, y me llamó para mediar. Al llegar, ya se había ido. Dejó la moneda sobre la barra.

Carmen me suplicó que no la cogiera, que la dejara ahí. Por su histeria le hice caso. La moneda aguantó toda la jornada sin que nadie la tocara. Algo excepcional estando rodeada de borrachos con los dedos largo. Nadie pareció verla o quiso hacerse cargo. Esa misma noche la agarré con un paño y la tiré a la calle. Estaba caliente, incluso a través del trapo. Cuando la lancé, ni siquiera sonó contra el asfalto. Desapareció sin hacer ruido.

Un mes después, Carmen comenzó las pesadillas. Hablaba en sueños, sobre seres que se arrastraban por la blasfemia. Se despertaba sin recordar, pero cansada. Daba igual cuan largo fuera su descanso. El matasanos le recomendó calma, y yo contraté a un muchacho para que me ayudara con el negocio.

Adrián, que así se llamaba, daba el callo incluso cuando el trabajo desbordaba. Él y su esposa habían dado, con la gracia de Dios, vida a un bebe; necesitaba el dinero.

Cierto día fue a limpiar la letrina para achicar el pozo negro. Tardaba demasiado y me acerqué. Lo encontré pálido en una esquina. No dejaba de mirar el hoyo del suelo. Me juró que allí, entre la mierda y los meados, había alguien. Dos ojos se le aparecieron entre los desechos, y eran negros como el pecado más infame. Absorbían la luz del candil. Dos obsidianas que le pidieron una jarra a cambio de unas monedas. Adrián tiró el cubo del susto, y juró escuchar una risa. Luego me dijo que del güjero surgían promesas, pero nunca me quiso decir cuales. Estaba aterrado como jamás vi a nadie. En la esquina, aquel joven de buena planta gimoteaba, babeaba; nunca volvió a ser el mismo.

Durante los siguientes días acudía al trabajo de tal pinta que parecía enfermo de alguna forma. Siempre sudaba, nervioso, y rebuscaba entre los parroquianos tratando aquellas perlas negras. Más de una vez tiró una jarra al suelo por que decía haberlas visto, y entonces perdía por completo la compostura y, o salía huyendo, o se lanzaba contra algún cliente.

Luego debió ver aquellos ojos en su hijo recién nacido, y lo lanzó por la ventana de su domicilio. Su esposa debió tratar de pararle, por que la encontraron muerta a golpes.

El cadáver del bebé alimentó a las ratas de la calle durante toda la noche.

A él, la policía lo encontró en mi negocio, en el sótano donde guardo los barriles. Se colgó de una viga. Si al final aceptas te enseñaré el sitio. Pero puedes encontrarlo tu solo. La madera está doblada por donde hizo presión la cuerda.

Meses más tardes, Carmen se encontraba mejor. Aún sufría de malos sueños, pero eran menos que más, y ya no murmuraba al dormir. Me ayudaba en la taberna, pero se cuidaba mucho de mirar a nadie a los ojos. Me avergüenza decir que aquello me molestaba. Carmen era una mujer fuerte, orgullosa; y para entonces servía las comandas con la mirada gacha, en silencio. Aquello le había quebrado el alma, y temía que otro contacto terminaría de partirla.

No tardó en ocurrir.

Agustín, por otro lado, era otro de los habituales de la tasca. El viejo era arriero en sus tiempos mozos, y cuando su mula perdió aguante, vendió el carro y decidió jubilarse. Tenía al animal en una granja cercana, y pagaba sus tragos con lo que sacaba de la huerta.

Carmen se llevaba bien con Agustín, y como era un conocido confiaba en él. De los pocos a los que miraba a la cara. El resto eran solo rostros en la rutina en el mejor de los casos, de cuyas bocas solo surgían bravuconerías o exigencias. Pero con Agustín se llevaba bien, y para mi era un alivio. Si él estaba significaba que Carmen estaba relajada, y yo también, pues ella podría seguir las comandas sin temor.

Fueron semanas tranquilas. Incluso un día que me sentía indispuesto, Carmen se animó a atender sola el negocio. Sabía que iba a estar Agustín, que le echaría una mano si hiciera falta.

Yo me quedé en la cama, en el piso de arriba, y me despertaron los gritos cuando anochecía. Al principio creía que era la fiebre, que me hacía oír cosas, pero cuando bajé me encontré a Carmen histérica, aprisionada por los bellacos que regentan la taberna. La agarraban contra la pared, mientras la pobre gimoteaba tratando de escapar. Vi la sangre que se escurría en su mejilla izquierda.

Agarré una vara, y bajé dando golpes. Tumbé a uno; aparté a otro. Me agarraron, y pidiéndome que me relajara, me contaron lo ocurrido.

Que la Carmen, mi Carmen, perdió la chaveta. La vieron hablando con alguien y, de pronto, comenzó a chillar. Gritaba incoherencias, blasfemias. Apenas la entendían. Tumbó mesas, y trató de arrancarse los ojos con sus propias manos, delante de los parroquianos. Consiguió uno, luego la tumbaron.

Del desconocido no supieron nada más. Despareció con la algarabía. Pregunté por Agustín. Me contaron que lo encontraron en su granja esa mañana. Y ya hacía tiempo, tal vez días, de que finara. Lo encontraron donde la mula; con los pantalones bajados y la mandíbula aplastada. Dicen las malas lenguas que trató de sodomizar al animal y este le aventó una coz. Yo estoy seguro de que los días que estuvo en mi local habló con muchos, y tal vez alguno le devolviera el reflejo con sus ojos negros.

A Carmen la llevaron al médico, que no pudo salvarle el ojo, y ahora hay una cavidad rosa donde antes estaba el brillo que me devolvía al mirarme. Luego la mandaron al loquero.

De vez en cuando la visito. Cada vez menos. Me aterra ver en lo que se ha convertido. Sus pesadillas no la dejan dormir, y grita tanto despierta como dormida. Apenas habla y cuando lo hace, sus palabras carecen del entendimiento humano. Habla sobre el caos que repta entre los cadáveres hinchados antes de ser polvo. De la peste y de los ojos del Diablo.

Apenas tiene un cubo para cagar, y los celadores la golpean para que se calle. Pinta sus primeras canas dentro de una celda rodeada de gritos. De los suyos y de los que ven cosas que, como ella, son ajenos a un mundo recto.

No fue la última víctima del habitual.

Alvaro, un muchacho que vendía sus tinajas de agua por las calles. Lo encontraron hace poco con una sonrisa, dándose un paseo con las tripas fueras, diciendo que buscaba a su madre.

Rodrigo, que era panadero en la calle de abajo, lleva días encerrado en su casa. Y tras la puerta se cuela un olor espantoso. Se escuchan gruñidos tras la madera, como los de un cerdo. Nadie se atreve a llamar. Ni siquiera la policía.

Y son unos pocos casos, los que he oído, y estarán de los que no tengo ni idea. Pero todos tienen en común mi taberna.»

El tabernero bebe de la jarra. Reposa la historia. El muchacho no sabe que decir. Le mira con atención, y duda de lo que ha oído. Sin embargo, esboza una única pregunta:

—¿Y usted le has visto, señor? Al habitual, me refiero.

—¿Yo? No. Y mira que lo he buscado. Entre la multitud escudriño esas obsidianas que decía Adrián, los ojos Negros de mi Carmen. Pero no los encuentro, nunca lo hago. Sabe que, si yo caigo, este local lo hará conmigo. Perderá su coto de caza.

Silencio. El muchacho admira el local. Pasa de una cara a otra. Fede se pregunta si busca al habitual entre los parroquianos.

—¿Me crees, muchacho?

Pero el chico sonríe. Fede sabe que no le cree, aunque dirá lo que haga falta para conseguir el trabajo.

—Claro, señor. No creo que usted esté chalado.

Fede suspira.

—¿Y me creerás cuando rebusques entre las entrañas de tu hermana pequeña? ¿Cuándo decidas arrancarte los dientes por que te lo dijo el habitual?

El muchacho traga; ahora tiene miedo. De él, no de su historia.

Fede entiende la necesidad cuando todo falta. Lo entiende por la misma razón por la que no cierra su negocio. Ve las mejillas escuálidas del muchacho, el único que no se ha largado huyendo cuando escuchó la historia. El muchacho necesita un jornal, y Fede necesita un cebo. Eso no se lo dice, lo guarda para sí mismo.

—Si te interesa el trabajo es tuyo. Yo ya te he contado lo que hay.

El chico asiente, serio.

­—¿Cuándo empiezo?

—Esta tarde. No mires a nadie a la cara. Sirve las comandas, pero no les respondas. Y si tropiezas y ves dos ojos negros entre la multitud, cierra tú los tuyos. Llámame. Señálamelo. Descubramos si el diablo también puede sangrar.